Tradicional y a la vez vanguardista, la capital salteña cautiva con su arquitectura y la riqueza cultural. El circuito de las iglesias y el museo de las momias incas.
Siempre suena alguna campana en el centro de Salta.
Como si las torres y las cúpulas necesitaran algo más que su imponente
presencia para hacerse notar. Hay paredes con filigranas, columnas,
arcos, palmeras deshilachadas, molles de hojas finas como agujas, una
glorieta poblada de chicos, mesitas con gente en las veredas. Y detrás
del ritmo casi musical del atardecer en la plaza, los cerros limitan el
horizonte con su presencia silenciosa.
Sólo hace falta rondar por el centro, caminar entre las antiguas
casonas de la calle Caseros, o levantar la vista hacia el interminable
campanario de la iglesia de San Francisco para comprender por qué a esta
ciudad la llaman desde siempre “La Linda”.
Más allá de la visita a los tradicionales edificios históricos, vale la
pena caminar sin rumbo para encontrar la nueva cara de la ciudad de Salta con sus locales de diseño, el impactante Museo de Arqueología de Alta Montaña (MAAM) y las muestras de arte vanguardista.
Nadie la despierta de su sueño de quinientos años. Los dientes de leche
asoman por la boca entreabierta, los ojos cerrados, la cabeza
ligeramente inclinada hacia arriba y el cuerpo cubierto con antiguos
tejidos incaicos. La Niña del Rayo sigue durmiendo en la penumbra
inalterable del museo, como alguna vez lo hizo en la cima olvidada de un
volcán. Aquí también suena el viento, y el frío eriza la piel como en
la soledad de los Andes, aunque estemos en el centro de la ciudad, y
aunque afuera –en esa calle que ahora parece tan lejana– la temperatura
escale arriba de los treinta grados.
El Museo de Arqueología de Alta Montaña de esta ciudad guarda uno de
los descubrimientos arqueológicos más importantes de los últimos
tiempos: los Niños del Llullaillaco. Se trata de los cuerpos congelados
de tres niños que habrían sido ofrendados por los incas a los dioses, en
un ritual llamado Capacocha.
Por su excelente estado de conservación y por el lugar donde fueron
descubiertos –sobre el Volcán Llullaillaco, a más de 6.700 metros de
altura– el hallazgo ha justificado la creación de este museo en un bello
edificio de estilo neogótico, frente a la plaza principal de la capital salteña.
El tránsito por las penumbrosas salas de este museo significa mucho más
que un paseo entre vitrinas y reliquias históricas: se trata de una
experiencia por un mundo ya perdido con sus voces, ceremonias y
secretos.
El ajuar que acompañaba a los tres niños en su viaje eterno estaba
compuesto por 146 miniaturas que representaban la vida cotidiana con
materiales que habían sido traídos desde distintos puntos del Imperio
Inca: conchas marinas de Ecuador, plumas de las selvas orientales, oro y
plata provenientes del altiplano.
La exhibición avanza entre paneles explicativos, sonidos y voces que
crean un clima sobrecogedor, hasta que detrás de un panel esmerilado –el
visitante decide si continuar la visita– aparece el cuerpo. Los niños
son expuestos en condiciones climáticas y de luz ideales para su
preservación.
Una vez fuera del museo, la luz de la calle encandila como si hubiéramos hecho un auténtico viaje de quinientos años.
A pocos metros del tesoro de los incas, una escultura del virrey
Francisco de Toledo con su espada, los bigotes en punta y el traje de
conquistador da cuenta de cómo sigue la historia.
La Catedral, con su frente de color rosado, alberga otras ceremonias:
una morocha elegante vestida de blanco, con sombrero de alas anchas y
poncho colorado sobre un hombro, lee en silencio una oración.
El altar reluce como un sol dorado que delata el trabajo realizado por
dedicados orfebres. En la Catedral todo brilla, se eleva, se redondea en
dirección a la cúpula. En uno de los rincones, el Panteón de las
Glorias del Norte guarda los restos de Martín Miguel de Güemes y de
otros héroes de la Independencia.
De vuelta en la calle, el ruido aturde: un hombre azota la calzada con
un martillo neumático, una chica reparte volantes disfrazada de gaucho,
un grupo de chicos corre debajo de la bella glorieta techada.
Al otro lado de la plaza, el Cabildo con sus recovas y galerías intenta condensar las complejidades de la historia local.
“En el imaginario social el Cabildo sigue siendo el lugar donde se
decide y peticiona, a pesar de que la Intendencia y el poder político se
hayan mudado de la plaza hace tiempo”, afirma María Esther Ríos, actual
directora de los tres Museos Históricos Nacionales que tiene Salta.
Entre las galerías, patios y gruesas paredes de adobe del Museo
Histórico del Norte, situado en el Cabildo, se despliegan colecciones
que abarcan los tres grandes períodos históricos de la región: culturas
originarias, período colonial y período independiente.
El edificio vio pasar guerras, terremotos y revoluciones que aún se
adivinan entre sus paredes. Como si se tratara de una puesta en escena,
un policía conversa con los cuidadores del museo frente a los calabozos
de la planta baja, donde estuvieron presos los cabildantes
revolucionarios por orden del gobernador.
Pero el recorrido incluirá mucho más que eso: urnas funerarias de los
pueblos originarios, bellísimas piezas de arte sacro, banderas y
uniformes utilizados en las guerras de la independencia, y una elegante
colección de carruajes antiguos.
Fuera del Cabildo, la tarde avanza y la ciudad se acelera: las palmeras
se mecen, la gente se agita en las peatonales, algunos se sientan a
tomar café en las mesas esparcidas alrededor de la plaza, suena una
campana.
La historia se mezcla a cada paso: sobre otra de las calles que rodean a
la plaza de la ciudad, un cartel anuncia que estamos, ahora, frente al
Museo de Arte Contemporáneo (MAC).
El interior blanco, despojado y luminoso con sus obras de vanguardia
parece la antítesis exacta del MAAM, ubicado justo enfrente. A falta de
guías y paneles explicativos, cada visitante arma su propio recorrido,
entre gigantografías, instalaciones, pinturas y objetos que por momentos
resultan desconcertantes.
Junto al museo y sobre la calle Caseros, los locales de diseño juegan a
combinar nuevas formas con materiales tradicionales: lámparas hechas de
cardón, carteras de barracán, anotadores con diseños precolombinos.
La historia no se detiene en esta ciudad que cabalga entre la vanguardia y las tradiciones.
El sol se pone entre las montañas. Detrás del panel de vidrio que
resguarda la habitación, la ciudad se extiende como una alfombra
silenciosa y rojiza.
Desde el hotel anclado en la ladera de uno de los altos cerros que rodean a la capital salteña, el campanario de la iglesia de San Francisco parece una torre silenciosa y colorida.
Hace minutos apenas, mientras nos alejábamos de la plaza por la
histórica calle Caseros, los 54 metros de la torre se resistían al
registro fotográfico y las campanas batían con fuerza. La iglesia, con
su cautivante porte de tarjeta postal, exhibía cada detalle de su frente
con columnas, molduras y falsos cortinados de yeso.
“Sin dudas, es la iglesia más linda que tiene la ciudad. Las campanas
que tiene están hechas con el metal fundido de los cañones utilizados en
la batalla de Salta”, explicaba con orgullo Marité, la guía.
Desde la ventana de la habitación, la capital salteña
se convierte en espejismo. La torre iluminada de la iglesia de San
Francisco titila como las estrellas entre los cerros en sombras.
Fuente: Clarín Viajes
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