Paisaje de humedales

Recorrer los 390 km que separan Iguazú del Iberá es casi mágico: tierra colorada bañada por los saltos más originales del mundo, y yacarés y pirañas que parecen surreales. Además de 360 especies de aves, selva tupida, mosquitos y aventuras.

Hasta los nombres propios la reflejan casi como un espejo: en guaraní, el vocablo ý significa “agua”. Castellanizadas, Iguazú (Yguazú) e Iberá (Yberá) están a 390 kilómetros de tierra colorada de distancia entre sí, pero muy cerca en significado: la primera es “agua grande”. La otra, “agua que brilla”. Y en el medio, el majestuoso río Paraná, el inmenso Uruguay y la frontera compartida, explícita en el recorrido por Misiones e implícita en tierra correntina.

Es que el paseo por el Litoral es así: verde, húmedo y tupido. Su flora, su fauna, sus caminos, sus cultivos, su gente. Todo está impregnado de vida en estado puro, con el agua como gran protagonista.

Ir desde la majestuosidad de las Cataratas del Iguazú hasta la calma extraña de los esteros correntinos –con un desvío hacia el Oeste, recorriendo el río Uruguay hacia abajo y deteniéndose en los no tan populares saltos del Moconá– es una experiencia inolvidable.

Pero el estado de ensoñación que propone su recorrido lo describió mejor Horacio Quiroga, maravillado ante la exuberancia, en sus Cuentos de la selva. Vale aclarar que no es fácil ver a los flamencos con medias de víbora, o a los yacarés con collares de bananas en el pescuezo, o a los sapos con escamas de pescado pegadas en el cuerpo. Pero sí es posible imaginárselos, porque aquí todo es calor, exceso y animales. Muchos. Increíbles. Bellos. Pero vayamos de mayor a menor, al menos, en litros de H2O.

Agua grande

Metros de papel se han usado para describir la majestuosidad de las Cataratas del Iguazú. El Parque Nacional más antiguo del país rebasa, pero de visitantes. Durante el verano, a pesar de que la humedad no baja del 85% y el termómetro de los 32º, igual hay que hacer cola para tomar el tren ecológico de las 8.30, y escuchar hablar en inglés, francés, italiano, alemán. Poquísimo portugués, porque los brasileños prefieren quedarse de su lado. El Circuito Superior es la excusa para llegar a la Garganta del Diablo, que escupe 3 mil litros de agua por segundo. Pero para vivir, en el sentido carnal del término, las cataratas, lo mejor es la Gran Aventura: un viaje que combina 8 km en camión por la selva tupida, con explicación de flora y fauna autóctona incluida y la revelación de los caramelos y alfajores “de madera”, que los misioneros quieren imponer como souvenir local para competir con los santafesinos, cordobeses y marplatenses, y que se preparan con el polvo de la corteza del yacaratiá, una especie de palmera de tronco muy fino. ¿Que cómo son? Pueden probarse en cualquier comercio del centro de Puerto Iguazú.

Acto seguido, viene la ducha: una navegación con rafting que recorre los saltos durante 40 minutos. Adrenalina pura.

Primero hay que bajar 150 metros de escaleras, y sacarse la ropa. Una vez sentados, el bautismo: debajo del salto San Martín, y uno más en la entrada de la mismísima Garganta. De allí se parte santificado: ya se es un misionero más. La ruta seguirá hacia el Sur, bordeando el Uruguay. Moconá espera.

Esquivos

Llegar a Colonia Paraíso desde San Vicente ya puede considerarse parte de la travesía. En los primeros 50 km. por la Ruta 213, con el valle de El Soberbio dominando la vista, aparecen los primeros signos que se repetirán como una constante: prolijos teales, carretas y galpones de madera, sin puerta, para el secado del tabaco. ¿1900? No, 2011. Una escuela, un almacén y unas casitas: así es Colonia Paraíso, en cuya jurisdicción se ubican los siete lodges integrados al entorno que ofrecen dormir casi literalmente en la copa de los árboles. Desde allí, a orillas del brazo Paraíso que desemboca en el Uruguay, se ve el límite de la reserva de la biósfera Yabotí y el Parque Provincial Moconá.

La orilla de enfrente es Brasil: la pared verde oculta el Parque Estadual do Turvo, una de las pocas áreas que se salvaron de ser deforestadas en el sur del país vecino.

La ruta hacia los saltos no se hace sobre tierra colorada: es, cómo no, acuática. Se parte en un enorme gomón, desde el lodge, 35 km río arriba. A la izquierda, del lado argentino, se ven unas construcciones de madera. Son los galpones donde se hierven 400 kilos de pasto de citronela –que ahuyenta a los omnipresentes mosquitos–, y extraen su esencia. La navegación por el Uruguay es tranquila y solitaria. Antes de llegar a los saltos, es casi obligatorio hacer una parada en el arroyo Pepirí Miní, donde el motor se detiene. Lo único que se escucha es el silencio, y el verde del agua y el de la orilla es el mismo. Sumergirse es el próximo paso lógico, saltando por la borda.

Río arriba, el canal se angosta y aparecen. Los saltos del Moconá son impredecibles. No hay en el mundo quien pueda decir si mañana estarán tapados por el agua del río Uruguay, o si se dejarán mostrar furiosos, cayendo con estelas interminables de espuma blanca. Por algo su nombre significa “el que todo lo traga”: pueden tener 12 metros de altura o nada. El volumen del agua depende de las represas instaladas en el cauce del Uruguay, del lado brasileño. Más allá del bote, las piedras se ven lisas, ideales para apreciar la caída. Pero Miguel, el líder de la expedición, no lo permite: “No se puede cruzar sin documentos”, bromea. Y acelera el gomón debajo de los saltos, para agregarle “emoción”.

El Moconá es el único conjunto de saltos del mundo que tiene forma longitudinal. La falla mide 3 km, pero sólo cae agua a lo largo de 1.500 metros. Alcanza y sobra.

Al volver, queda un regalo más: al atardecer, aparece un caico, una canoa angosta, de madera, hecha a la usanza guaraní. Con un remo rústico, un farol a querosén y un cielo estrelladísimo como techo, la travesía parte desde el embarcadero del lodge y llegará, en silencio y acompañada por un ejército de luciérnagas, hasta la desembocadura del Uruguay. La furia de los rápidos se adivina más adelante, pero allí todo es calma. El que no aprovecha para poner la cabeza en orden pierde.

Esteros ‘porá’

Los guaraníes, dueños de las tierras cuando todo era lodazal, sabían que con la naturaleza no se juega. Por eso, a absolutamente todo en este extremo noreste de la provincia de Corrientes, se le agrega el calificativo porá (lindo), por las dudas, para que ella no se enoje y no se despierten los pomberos, esos enanos nada agraciados con pies peludos que, según la leyenda, no deben invocarse ni criticar, porque salen de sus escondites y se ensañan con quien ose molestarlos. Si se imita su grito, peor: se ofenden y contestan.

Pero decir que todo en los bañados que rodean la Reserva Natural del Iberá es lindo no es faltar a la verdad, más bien es quedarse corto. La compleja red de humedales formada por los antiguos cauces del río Paraná ocupan hoy casi un millón y medio de hectáreas, y son una de las principales reservas de agua dulce del mundo. Además, claro, de una fauna que parece sacada directo de la prehistoria: los yacarés que miran desafiantes, las pirañas –sí, pirañas, pero “no asesinas, ése es un mito del cine”, se apurarán a defender los baqueanos de los bañados– con las que se alimentan y los carpinchos, una mezcla entre roedores gigantes y afables mascotas con pelo suave, que disfrutan, sin molestar a nadie, de sus baños de lodo, mientras se dividen en grupos familiares constituidos –mamá, papá, hijitos– e ignoran a los machos solterones, casi como si quisieran forzarlos a formar pareja para integrar ese perfecto orden social. Los lobitos de río, los ciervos de los pantanos –colorados, casi tanto como los atardeceres sobre el estero– y los aguará guazú (zorros grandes) son más esquivos, pero si se aguza la vista y se tiene paciencia, se dejarán ver.

Y en el cielo, mientras la canoa que va casi al ras del agua se adentra en la laguna bordeada por totoras y salpicada de irupés y lentejas de agua, más de 360 especies de aves, que vuelven loco a cualquier ornitólogo aficionado y hacen despertar las ganas de aprender más en los neófitos. Las espátulas rosadas –esos flamencos que amaba Quiroga– y los anó grandes comparten con los jotes (no distinguirlos según el color de la cabeza será, a partir de ahora, casi un pecado) y persiguen a los monos carayá, que se esconden en tierra firme sobre las copas de los jacarandás en flor.

Aunque la puerta de entrada más popular a los esteros esté en Colonia Carlos Pellegrini, justo en el centro sur de la reserva acuífera, el norte comparte ese espíritu litoraleño que se trae bajando por la RN 12 desde Misiones y agrega el regalo de recorrer la laguna Yacyretá, en el lado correntino de la represa. A la salida del canal, la costa paraguaya saluda, camino a Puerto Valle, con un atardecer perfecto como escenografía. Sentarse a tomar un tereré helado y recordar la travesía será el mejor fin de fiesta. Y prometerse volver, porque con una visita sola, seguro, no alcanza.

Fuente: Diario Perfíl

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