Cada verano montones de visitantes llegan a la Ciudad Sagrada de los quilmes, que saben de voces embravecidas mucho más que del silencio que hoy las habita. Ubicado en el Cordón Calchaquí, a sólo 183 kilómetros de San Miguel de Tucumán, el predio donde están estas ruinas, uno de los yacimientos arqueológicos más relevantes y de mayor extensión en el país, es apenas uno de los tantos tesoros ancestrales que se preservan en el NOA. Si bien no es lo más promocionado a nivel turístico en la provincia, donde prevalece la visita a San Miguel, emblema de la Independencia, y a villas veraniegas como lo son Tafí y la bucólica Amaicha del Valle, este asentamiento preincaico y prehispánico testimonia la vida de las comunidades originarias. Su estructura urbanística, con muros aterrazados y escalonados como grandes piezas de dominó, permiten imaginar de inmediato los techos de paja y barro que ya no están y las tareas cotidianas de quienes habitaron este sitio: los hombres llevando animales y mujeres utilizando los morteros que yacen a la vista, junto a familias moviéndose de arriba para abajo y viceversa. Toda una sociedad que comenzó su establecimiento en la región por el año 800, y hacia fines del siglo XVII fue cruelmente desarraigada de su tierra, tras 130 años de una resistencia emblemática.
Lucha y desarraigo
Si bien hay datos de existencia del hombre en estos Valles Calchaquíes
desde hace 9000 años, en esas épocas remotas eran nómades que se
dedicaban a la caza y a la pesca. Poco a poco empezaron a asentarse, a
producir alimentos, domesticar animales, fabricar herramientas y
desarrollarse culturalmente. Con el tiempo fueron naciendo las etnias
que hoy conocemos como amaichas, tafíes, cafayates, angastacos,
ceclantás, andalgualas y quilmes,
entre otros. Recién a fines del siglo XV el poderoso imperio Inca entró
en la región, y se extendió desde el Ecuador hasta la actual provincia
de Mendoza, tras años de lucha donde lograron imponer algunas de sus
costumbres, entre ellas el uso del idioma quechua. La cultura
diaguita-calchaquí ya estaba en pleno desarrollo en 1536, cuando
comienzan a llegar los primeros españoles, que habían doblegado a los
incas del Perú. Aunque inicialmente no parecían ofensivos, al pasar a
segundo plano la fiebre del oro, los conquistadores pusieron la mira en
ocupar territorios y someter a sus habitantes para contar con importante
fuerza de trabajo. Pero los quilmes
tenían un alto entrenamiento producto de enfrentamientos con tribus
vecinas, y algunos aseguran que disponían de un ejército de cientos de
hombres, además de una posición en el cerro que les daba ventaja frente a
los invasores. Relatos de aquel tiempo describen a sus tres líderes, y
las luchas frente a los españoles no sólo en la ciudad fortificada sino
que también tierra adentro, con victorias célebres al mando del cacique
Iquim, sucesor del cacique Chelemín, y éste del gran Calchaquí. Pero la
inteligencia española entendió que las armas no podrían solas, y con una
sistemática destrucción y aislamiento de sus cultivos, y la falta de
acceso a los bosques de caza y recolección, los vencieron más por hambre
y sed que por la fuerza militar. “No se sabe si ocurrió realmente, pero
leyenda o no, por el orgullo que los caracterizaba es muy creíble
aquello de que algunas madres prefirieron arrojar sus niños al
precipicio antes que entregarlos a las manos españolas”, cuenta David,
guía local y descendiente de los viejos pobladores, sobre uno de los
mitos más dramáticos de la conquista. Este último bastión de la
resistencia aborigen sufrió tras la derrota un cruel desarraigo hacia
varios puntos del país (La Rioja, Catamarca, Córdoba y Santa Fe) y hacia
las minas de Bolivia, donde fueron utilizados como esclavos. La comarca
más grande partió hacia la actual ciudad de Quilmes, en Buenos Aires,
a donde se los envió caminando bajo custodia militar, llegando apenas
unas centenas de ellos, que se asentaron en 1812 en la Reducción de la
Exaltación de la Santa Cruz, pagando con su trabajo el derecho a
subsistir. A quienes no mató la batalla o la interminable caminata, lo
hizo el exilio: eso implicaba la lejanía de su tierra, la pérdida de sus
dioses y la imposibilidad de aplicar sus modos productivos, sumado a
una repentina incomunicación con los nuevos vecinos que compartían otros
idiomas. Hay relatos jesuitas que hablan de sus “costumbres
licenciosas”, mientras un documento español relata una decisión de los quilmes
de no reproducirse, en rechazo a sus nuevas condiciones de vida. La
Iglesia los calificó como “indios ociosos y miserables”, y pidió que se
declarara su extinción y se repartiera la tierra entre españoles y
algunos criollos, pero el Triunvirato dictó un decreto declarando libre a
toda clase de personas de su pueblo, sólo respetándoles los terrenos
que ocupaban. Su cultura se fue desangrando, y con los años perdieron su
lengua y prácticamente se desintegraron como etnia. Hasta la fecha no
se han encontrado en Buenos Aires personas que se reconozcan descendientes de los que fueron llevados por la fuerza.
En la fortaleza
Llega la camioneta que nos traslada y tras un bono de $5 que se gira a
la comunidad, David se autopresenta. Su sonrisa se abre paso en una cara
curtida por el sol de estos cerros. El, y algunos de los que nos
reciben aquí, viven detrás del cerro Alto Rey, donde actualmente se
asienta una generación de los pocos descendientes locales. Ese monte de
piedra y cardones es justamente una insignia de su historia: desde allí
el centinela avistaba la aproximación del enemigo a varios kilómetros.
“Nosotros contamos nuestra historia, la de nuestro pueblo, vencido
finalmente en 1666, pero que dejó uno de los recuerdos de lucha más
importantes del continente”, asegura. Y vaya si lo fue. En su época de
esplendor los quilmes
llegaron a ser una de las poblaciones más importantes de la gran nación
calchaquí, con gran desarrollo social y económico. Hacia el siglo XVII
había en el “área urbana” más de 3000 habitantes, y se calcula que otros
10.000 se movían en los alrededores. La ciudad estaba concebida como
una verdadera fortaleza con férrea organización social, posición
geográfica dominante y preparación humana: aún hoy se ven las
lajas-escudo clavadas en la tierra camino arriba, que ofrecían un
resguardo infranqueable ante el atacante. Su ciudad se dividía en dos
partes: La Ciudad de la Paz, zona productiva donde convivían en épocas
tranquilas; y El Pucará o fortaleza, donde se protegían en tiempos de
guerra. Esta segunda es lo que se conoce como “las Ruinas de los Quilmes”,
apenas un 10 por ciento de lo que fue su totalidad y donde llegamos los
que venimos a visitarlos. Ese tramo reconstruido alcanza para ver de
cerca los morteros para moler los granos y las herramientas para
trabajar la tierra, mientras en las cercanías otros descendientes
ofrecen cerámicas y dibujos de animales en cardón como recuerdos. El
mayor atractivo claro, es escalar, pisar con los propios pies los
senderos que se abren camino arriba. Desde allí, la falda del cerro
ofrece imágenes de un complejo laberinto de cuadrículas, algunas
pequeñas y cuadradas, otras más deformadas y de hasta 70 metros de
largo, y también algunas estructuras circulares, donde se compartían
experiencias. Mientras, en la cima del Alto Rey, la zona “residencial”
tiene una muralla con dos fortines a ambos costados, casi sobre la
cornisa. Cuenta David que en este lugar vivía el cacique (estas culturas
también tenían su verticalismo, y los escalafones de importancia se
medían de abajo para arriba) que observaba la ciudad como un escenario.
Ese perfecto laberinto de piedras servía además como andenes de cultivo,
depósitos y corrales para sus animales. Hacia abajo, cada nivel de piso
de una casa, se alineaba con el techo de la siguiente, hasta llegar a
la base, donde las familias y grupos de trabajadores más humildes
compartían el hogar.
La descendencia
Pese a que oficialmente la zona fue restaurada en 1977 mediante un convenio del gobierno de Tucumán con la Universidad de Buenos Aires y con algunos descendientes quilmes,
muchos guías y expertos creen que fue un error grave, algo hecho al tun
tun, porque “se armó sobre todo para los turistas, levantando las
pircas, pero destruyendo información valiosísima, que podría haberse
conservado con un trabajo arqueológico responsable”, afirman. Pero eso
no fue todo: en 1992, los locales literalmente estallaron cuando una
concesión permitió a un privado la explotación turística del lugar, y
montó un complejo turístico con hospedaje, pileta y museo sobre ese
suelo. Después de años de quejas y cortes de la Ruta 40, lograron
imponerse y ya en 2008 un decreto reivindicó su legado ancestral. Por
eso hoy las tierras se mantienen bajo la tutela de un consejo de
ancianos, elegido por los nativos y la comunidad, y tienen un
representante en Amaicha que administra los servicios públicos. De
manera muy significativa, detrás del emblemático Alto Rey crece el
asentamiento con descendientes de aquellos guerreros que pudieron
escapar. Este nuevo pueblo, con unas decenas de familias en casas de
adobe y ladrillo, son esencialmente artesanos, agricultores y
trabajadores de las ruinas y Amaicha. Entre sus logros han publicado el
libro Los quilmes
contamos nuestra historia, que relata el genocidio, la negación de la
preexistencia originaria y la expropiación de sus territorios. Ya sobre
el cierre de la visita, David nos informa que aquí existe el derecho
comunero, que se adquiere a la mayoría de edad o en matrimonio. Esto
implica un espacio de tierra en la comunidad para trabajarlo que se
solicita al consejo de ancianos.Fuente: Página 12 Turismo
Excelente nota, el norte argentino es lindisimo y hay que preservarlo ..
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