La mayoría de los medios de transporte que conectan Buenos Aires y otras ciudades con Jujuy llegan hasta la capital provincial, San Salvador de Jujuy,
aunque la quebrada comienza un poco más al norte sobre la R.N. 9, que
ladea el río Grande durante gran parte de su recorrido. El debut de
tonalidades lo establece el pueblo de Volcán, a 40 kilómetros de la
capital, donde llaman la atención el tinglado del ex Ferrocarril General
Belgrano y la vieja estación de estructura industrial inglesa, hoy
parte de la feria local con ropas, dulces, quesos y arte nativo en
múltiples formas. El antiguo Pukará y El Antigal (cementerio sagrado)
son dos lugares cercanos para conocer la cultura de la primera posta
quebradeña.
Unos 10 kilómetros arriba está Tumbaya, el primero de
una serie de asentamientos prehispánicos de los indios omaguacas, que
alcanzaron su esplendor en la región entre los años 850 y 1480 d.C.,
bajo el dominio de diferentes tribus. Estas fueron las que dieron nombre
a las tierras que circundan al río Grande, formando su hogar en este
suelo prodigioso. Como en casi toda la zona, la cosmovisión originaria
andina convive hoy con creencias cristianas insertadas por los
colonizadores europeos. En las propias estructuras es posible ver esa
fusión, con cierto aire colonial en una arquitectura que suma adobe y
cardón como algo natural. La iglesia de Tumbaya es un
ejemplo: construida en 1796 conserva valiosas pinturas de la escuela
cuzqueña, piezas de orfebrería y alabanzas al cura violinero San
Francisco Solano, junto con otros ritos antiguos a la Pachamama.
Siguiendo el río y saliéndose de la R.N. 9 hacia el este, en la
intersección de la R.N. 52 hace su presentación una de las tres
localidades más famosas: Purmamarca. “Pueblo de tierra virgen”, en lengua aimara, la tierra del cerro De los Siete Colores
porta un resplandor único e irrepetible. Es un tesoro que vale la pena
cuidar y conservar lo más inalterable que se pueda, ya que desde hace
unos años es desbordada cada verano por visitantes argentinos y
extranjeros incrédulos ante tanta belleza. Y no es para menos: Purmamarca
invita a tener los ojos bien abiertos y todos los sentidos alertan para
absorber las sensaciones, las charlas con su gente, los sabores de ese
suelo. Sus construcciones y el mercado de la plaza, lleno de mantas al
telar, ollas de barro cocido, abrigos de lana de llama e instrumentos
musicales, no dejan de asombrar a quien llega con ojos de ciudad, al
igual que algunas costumbres más recientes, como la que ocurre en la
parroquia Santa Rosa de Lima cuando cada tarde los “misachicos” cantan y
bailan tomados de las manos al ritmo de quenas y tambores como rito
previo a la misa.
Tamales, humitas y empanaditas caseras de carne, queso de cabra o
mondongo se degustan con rapidez no solo porque todo tarda un poco más
que en cualquier lado, sino por su infalible olor caserito. Ahí nomás,
porque todo queda cerca, las peñas y los músicos de la plaza arman el
espectáculo diario. Si es que no se llega a mediados de enero, cuando el
Festival Coplero copa las callecitas de tierra bañadas en albahaca,
harina, chicha y arsenales de coplas. Si bien es cierto que “no hay
mejor viaje que el que se va improvisando día a día”, hay algunos
clásicos imperdibles, entre ellos el Camino de los Colorados y las
Salinas Grandes. El primero es un recorrido que enlaza y desnuda por
delante y por detrás la gama de ocres, verdes, anaranjados, púrpuras y
rosados que se combinan en las laderas del Siete Colores, contrastando
su perfección con la aridez del paisaje. El segundo invita a la
excursión por el desierto salino, siguiendo camino por la R.N. 52 hasta
dar con la Cuesta de Lipán camino del Abra de Potrerillo, con el punto
más alto en la ruta a 4170 m.s.n.m.
Fuente: Página 12 Turismo
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