Crónica de dos días en el Parque Nacional Iguazú y alrededores.
Cataratas del Iguazú. La tierra roja, el agua desatada, la vegetación
que no deja espacio, la fauna que persiste en su territorio agarrada con
uñas y dientes, y la votación para ser la octava maravilla del mundo, a
modo de presentación. Muchas veces hablamos de Cataratas, tantas otras
la visitamos y aún así al verlas nuevamente, nos emocionamos.
Amaneció nublado, humedad 100%., calor omnipresente. Tomamos la Ruta
Nacional Nº 12, que atraviesa lo que se denomina zona de choque -área de
arbustos a la vera del camino-. La denominación obedece a que el
asfalto genera altas temperaturas quemando la selva propiamente dicha.
Le sigue inmediatamente la de transición, con cedros, palmeras,
laureles y tantas especies que con la caída de sus hojas abonan el
suelo, y atrás la selva misma y está viva. Dicen que avanza, si la
dejamos, que en tan sólo un año la maraña de enredaderas y las
arbustivas cubren una casa. No cuesta creerlo.
El cruce con la 101 que lleva a Andresito, nos da pie a otro viaje. Esa
ciudad constituye uno de los puntos más extremos de la Argentina, muy
promocionado por el impactante entorno natural en el que yaguaretés,
pumas, ocelotes, coatíes, venados, tapires, carpinchos y yacarés, se
observan en su estado natural. Pero ése será cuento de otro viaje.
Una vez en el Parque Nacional Iguazú,
tomamos el tren ecológico hacia la Garganta del Diablo a las 8.30. La
espesura se cierra a los lados como una persiana americana y tras un
mundo que no se alcanza a ver a pesar de la velocidad súper crucero con
la que avanzamos. Los sonidos de la selva le ganan al tren y las
mariposas al verde, en una curva el caudaloso río y los flashes que se
disparan.
La escena se repite varias veces hasta la parada. El trecho que separa
del gran salto, entre pasarelas, aguas y más aguas, nos permite
descubrir a los vencejos de cascada, que hacen sus nidos cerca de la
costa y en un puente; abajo una tortuga toma sol sobre una roca y una
urraca -común o del Paraguay- chilla confundiéndose en la Babel que en
estos momentos son las Cataratas.
Los turistas forman una barrera frente al espectáculo mayor, pero no
hay que desesperar. Aunque parezca que tardaremos horas en estar en
primera fila, la cosa lleva apenas unos minutos y la foto buscada se
concreta.
El sonido es ensordecedor, la potencia del caudal se adivina apenas
(caen 1.600 m3 de agua por segundo). Dicen que aquel día de la
inundación en la década del 80, cayeron 14.000 y arrasaron la pasarela.
Por ello ahora están construidas para recostarlas y dejar pasar el agua
en casos extremos).
El circuito continúa por varios saltos siguiendo los carteles
indicadores, pero a nosotros nos interesa uno en particular. Un camión
4x4 nos adentra en la selva, lejos de las pasarelas a través del Sendero
Yacaratiá (nombre de un árbol cuyo fruto se utiliza para alfajores con
sabor a madera). Tras la lluvia miles de mariposas salen en búsqueda de
las sales minerales, su alimento, brindando un show privado en el lapso
de 8 km hasta Puerto Macuco.
La selva paranaense o misionera
se muestra en toda su expresión y aunque la fauna es esquiva, ya que
mayoritariamente es de hábitos nocturnos, de pelaje o plumaje oscuro
para protegerse de los predadores, se adivina su presencia. "Por acá hay
lagartos, dice la guía, y todos giran la cabeza.
Un puma se vio la semana pasada en esta área, señala más tarde, una
gran noticia ya que se ven una o dos veces al año, afirma. También
indica los árboles, los frutos, sus usos y las aves que se animan a
quedarse a pesar de nuestro paso. Mientras habla no mira a sus
interlocutores. Tiene sus ojos puestos en la frondosa vegetación para
divisar animales y enseñarlos.
Resulta impactante observar los pisos que integran el ambiente de
árboles, enredaderas y arbustos. Mientras unos se elevan infinitamente
para buscar la luz, otros se les cuelgan sirviéndose de ellos y otros se
dejan proteger hacia abajo.
Por estos lados el palmito es emblemático, está protegido ya que parte
de la fauna depende de su fruto. Y es precisamente el techo selvático
compuesto principalmente de palo rosa, más abajo guatambú y naranjos
silvestres, el que resguarda la especie.
Apenas 150 metros de escalera hacia abajo nos separan de la Gran
Aventura. Lo recomendable al subir a la lancha bimotor que conducirá sin
demoras a los saltos, es doblar la ropa y guardarla, junto con todos
los elementos de valor, en los bolsos que entrega la empresa, de lo
contrario nada saldrá seco (también proveen pilotos).
Se navega aproximadamente unos 6 km; un dato: la tripulación tantea el
ánimo de los viajeros y se adecua a ellos. Por tanto si los rostros
reclaman acción, la tendrán. La embarcación emprende el trayecto hacia
los saltos, pero antes el conductor buscará las rocas y hará saltar el
vehículo que al caer sobre el agua levanta a los turistas varios
centímetros, y esto es sólo el comienzo.
El bautismo de brumas, que bien señala el speech de la empresa, se
puede transformar en un verdadero baño bajo los saltos, y si esto es lo
que piden, lo tienen. El capitán no duda en pasar varias veces sobre una
de las caídas de agua empapando a los visitantes que no dejan de
aullar. La cosa sigue pasando por la Isla San Martín, con su hermosa
playita que deja asolearse a los que así lo quieran. Nosotros seguimos
en búsqueda de más agua, otro salto, otra ducha y así, hasta desembarcar
en el mismo Puerto Macuco bautizados por el Iguazú.
Fuente: Los Andes Turismo
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